Kim Basinger una rubia incomparable

Hacia finales de los 70 estaban de moda, lo crean ustedes o no, las morenas. Si sufrían por amores consecutivos y extraños, visitaban clínicas de desintoxicación y regentaban una galería en Tribeca, a ser posible de arte africano, mejor. Llevar gabanes en colores sombríos, usar corbata y zapato plano y tener un telescopio en el salón junto a una fotografía de Mapplethorpe era casi imperativo; las de Diane Arbus no servían, no daban bien de lejos. Pero había que ser morena; las rubias ya habían apurado su modelo de tontainas voluptuosas y, muerta hacía décadas la Monroe, se imponía un modelo más ¿urbano? 

No me pregunten por qué se utiliza desde entonces este preciso adjetivo para casi todo lo gaseoso, desde un senador hasta una dieta de adelgazamiento. Mientras todo esto se evaporaba en el cine y en la susodicha cultura urbana, Kim iba creciendo en un lugar de la América profunda, aprendía a bailar y se convertía en Miss; en Miss rubia, claro está. 

Como todas las diosas de verdad, ella había nacido en Atenas; bueno, casi, su pueblo en Georgia se llamaba Athens, pero no seamos quisquillosos frente a una mujer que devolvió al genotipo de las rubias todo su esplendorosa dignidad. El día que esta chica de pueblo alcanzó cierta notoriedad en la moda, aquella urbe plagada de neuróticas cetrinas rectificó el ángulo de visión y ¡se cayó del sofá del psiquiatra! Hay caras en las que la luz se hace cuando abren los ojos, y luego está Kim, que espera a sonreírse para deslumbrarnos. 

Sus ojos, pequeños e indecisos -y esa indecisión es un rasgo de su carácter del que la propia actriz ha sacado mucho provecho cómico-, se achican cuando ríe y se pliegan para rendir tributo a una boca de la que se puede esperar todo menos el perdón. Vienen después las piernas memorables que tanto han hecho por la reinserción de las faldas tubo, las medias de cristal y los zapatos de salón en nuestra andrógina imagen actual. Sí, Kim, desde su primer enredo, un papel de rubia de melena huracanada y sexualmente pasiva que despierta en un bodrioclip de 90 minutos titulado 9 semanas y media, y que la lanzó a la fama, no ha dejado nunca de ser esa aparición divinamente terrenal, esa rubia contra viento y marea, una criatura sin recovecos. 

Como la gente del cine es tan retorcida, sólo cuando perdió su vibrante belleza, en parte debido a que se metía unas dosis desinhibidoras más largas y blancas que las solitarias carreteras del medio oeste americano, arrasada como parecía, la encontraron ¿cómo expresarlo? Interesante, y la endilgaron papeles siniestros hasta que ganó un Oscar. 

Con premio o sin él, para mí Kim siempre será la muchacha-golosina que aparece ante el sátiro-sabio en esa serie de Picasso, El pintor y la modelo, ella tan despreocupada, él tan sincero. Y ya acabo, estas notas están dedicadas a mi viejo amigo Julio Rodríguez Arramberri, que me la descubrió y es tesorero vitalicio de su nutrido club de fans.

«Hay caras en las que la luz se hace cuando abren los ojos, y luego está Kim, que espera a sonreírse para deslumbrarnos.»

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