De mendigo a rey del casino

Erase una vez un mendigo, sin zapatos ni calcetines, que decidió fundirse su última pensión, tan solo 400 dólares, en un casino de Las Vegas.
Tan lamentable era su aspecto que los guardas de seguridad del afamado local estuvieron a punto de ponerle de patitas en la calle cuando le vieron entrar por la puerta. Se salvó por los pelos, o más bien por el destello entre negro y verde del fajo de billetes que llevaba a la vista.

El caso es que, una vez dentro, se sentó sin dudarlo en la mesa de «blackjack», comenzó a jugar su pequeña fortuna y ya no hubo quien le parara. En cuatro días se convirtió en el rey absoluto del casino, con más de un millón de dólares (130 millones de pesetas) en el bolsillo.
Su suerte comenzó a cambiar en cuanto se puso unos zapatos...

Al final lo perdió todo, o casi todo. Lo único que sacó en limpio de su efímero sueño de riqueza fue un contrato de 1.300.000 pesetas con el productor cinematográfico Steve Wynn y con el actor Kevin Costner, que le compraron los derechos de su increíble historia para llevarla cualquier día de estos a la pantalla grande.
Es la comidilla de estos días en Las Vegas: las aventuras de «Shoeless» Joe en La Isla del Tesoro, versión fin de siglo de «La quimera del oro». El protagonista: un perdedor nato en la sociedad más desarrollada del mundo, encarnación real de Charlie Chaplin, millonario por un día en el ocaso de su vida. Escenario: el supercasino más delirante del planeta, una isla de bucaneros de cartón piedra, con piratas que viajan en bajeles, cien cañones por banda y miles de máquinas tragaperras.

«Shoeless» Joe, algo así como «Juan Sinzapatos» en la traducción al castellano (el casino se niega a dar su santo y seña), se dejó caer a la caza del botín el pasado dos de abril.

Iba descalzo y con su ajada ropa sucia de varios días: lo único que brillaba en él era su resplandeciente calva.
Cambió sus únicos 400 dólares en fichas de colores y ordenó una copa de Jack Daniels con Coca-Cola y un puro Macanudo, regalo de la casa.
En un primer momento, comenzó perdiendo, no se sabe si adrede o porque no le sonrió la suerte, pero a partir de la tercera «mano» la suerte le guiñó un ojo.

La cosa iba para largo, asi que decidió tomárselo con calma. De cuando en cuando interrumpía al «croupier» y se iba al servicio a echar una cañita, ante el estupor de los encopetados clientes de la casa, que no dejaban de preguntarse de dónde habría salido aquel individuo.
A media tarde le entró la «gusa» y dio buena cuenta de un plato de chuletas de cerdo con ketchup. Una vez saciado, tiró los huesos sobre la moqueta del salón de juego, pero nadie le dijo nada: a esas horas, con medio millón de dólares en fichas, «Shoeless» Joe había entrado en el cuadro de honor de La Isla del Tesoro.

El golpe de suerte le duró cuatro días, y dicen que llegó a recaudar más de un millón de dólares. El casino le acomodó gratis en una suite y puso a su disposición una flamante limusina y un guarda de seguridad, Lyn, que se embolsó una propina de 2.250 dólares (¡encima generoso!).
Al día siguiente, «Shoeless Joe» se encontró en la puerta de su habitación un juego de trajes y varios pares de zapatos. Vestido y calzado como Dios manda, la diosa fortuna dejó de sonreírle. En poco más de una semana, el cuento de la Cenicienta tocó a su fin: «Shoeless» Joe lo había perdido todo, o casi todo (al menos conservó los zapatos).

Dicen que se marchó con lo puesto del paraíso del juego: unos cuantos dólares para ir tirando y el contrato para la película en un bolsillo. Una periodista del Washington Post llegó a localizarle a tiempo, justo cuando zarpaba de La Isla del Tesoro...
«Me van a dar 10.000 dólares por el contrato, no puedo decirle más», despachó de mala gana a la periodista, pero ésta no se dio por contenta: «Yo no puedo darle dinero, pero puedo darle la fama». «¿Solamente fama?», se encogió de hombros «Shoeless Joe». «Entonces no la quiero».
Steve Wynn y Kevin Costner se frotan ya las manos pensando en cómo y cuándo llevar al cine esta fábula real.
Será, probablemente, una historia con moralina norteamericana a lo «Forrest Gump»: cuando mejor saben, se derriten los más maravillosos sueños.

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