Ian Somerhalder en Crónicas Vampíricas

Allá en los tiempos de Maricastaña -queridos lectores-, un sabio vampiro centroeuropeo -Wolfang Amadeus Von Drácula- hizo tambalear las estructuras sociales vampíricas con el descubrimiento del vampisol, una pócima excelente, con elevado porcentaje de ron, que garantizaba a los chupasangres del mundo entero disfrutar del sol sin convertirse en polvo, obteniendo, de paso, un seductor bronceado. ¡Pero -ah, amigos-, al inocente sabio no se le ocurrió mejor majadería que ofrecerla gratis al draculino pueblo! Y los grandes trusts vampiroanónimos que regentaban -a un lado y a otro del Atlántico- los grandes negocios de «veraneo artificial» vieron peligrar sus beneficios ante tan desleal competencia, obligando al sabio a huir con la fórmula y esconderse en una pequeña, tibia y olvidada isla de cocos y palmeras: Cuba. ¡Y ahí fue la de Troya!

Así empezó la cosa y, por lo que sabemos, todavía continúa: la humilde isla es, sin saberlo, el escenario donde los principales «gangs» de vampiros (los europeos y norteamericanos) dirimen sus querellas y andan a mordiscos por apoderarse los primeros de tan maravilloso y adictivo cóctel: el vampisol.


Al menos eso es lo que contaba una extraordinaria y divertidísima película de dibujitos animados cubana que pasaron la última semana en el local del viejo cine Doré, en la Filmoteca Nacional, entre los sabrosos pescados, el embriagante olor de las frutas y las carnes sangrantes del único mercado extrovertido de Madrid, una generosa lonja que, en lugar de encerrarse hacia dentro, entrega su oferta hacia afuera, hacia el agradecido peregrino que atraviesa de paso el barrio de Lavapiés... En medio, ya digo, de tanto sabor a pueblo madrileño, a hospitalidad, está aún la coqueta y acogedora Filmoteca -gracias Chema Prado- que, como el viejo Doré, sigue siendo, sobre todo, un cine de sesión continua, el único cine de barrio que nos queda.

¡Y era un placer oír a los jóvenes de Lavapiés partiéndose el culo con los vampiros de la pantalla! En todo se notaba el toque de barrio: en el brillo auténtico, solidario, de las carcajadas; en el olor rancio a sudor y cuero obreros; en el deseo de vivir, pese a quien pese; hasta en la película cubana -tan barriobajera, como Lavapies: hacia los «bajos» del Manzanares-, simpática, inteligente, magníficamente cutre, una gozada.

De todos los disparos culturales de la Revolución Cubana, estos humildes dibujos animados -los Filminutos, los Quinoscopios (dibujados por el autor de Mafalda) y estos Vampiros en la Habana-, son los que mejor han alcanzado el blanco. Al menos la gente de Lavapiés se desternillaba con las aventuras y desventuras de los vampirizados cubanos. Y la risa compartida es el más hermoso y vivificante gesto de solidaridad.

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