La reina Sofía, la más querida de la monarquía

En España, lo que no levanta pasiones levanta ampollas. El caso es no estar tranquilo. Discurría el maratón sinfónico a cuenta de Beethoven por la séptima entrega entre el entusiasmo y el arrobo, entre el fanatismo y el sueño, y en eso entró en el Auditorio Nacional la Reina Sofía escoltada por una nube de fotógrafos. ¿O era directamente tormenta? Un segundo tardó el patio de butacas en reaccionar.

"¡Fuera!", gritaron los más irritados, unas contra los flashes y otros contra la Reina. Ovación, contraatacaron los otros. "¡Música en los colegios!" "¡Viva Beethoven!", zanjó una voz una octava más alto con potencia de soprano. Y ahí quedó la cosa: en levantamiento; en una bronca de casi dos minutos que tuvo a Jesús López Cobos muy pendiente de la punta de sus zapatos; en un zafarrancho en, téngase en cuenta, el Auditorio, no en la acampada del 15-M. A la Reina no a Wert, ni UrdangarIn, ni a... "¡Viva Beethoven!", insistió alguno. Ya tenemos alternativa a los Borbones, apostilló otro. Y así.

Mientras tanto, Beethoven. Sólo Beethoven por tierra, mar y aire. Las sonatas para piano, las composiciones de cámara y, por encima de todo, las nueve sinfonías de tirón con el mentado López Cobos a la batuta. Cuentan que un buen día, Beethoven se abalanzó sobre el manuscrito de su Heroica y tachó con furia el nombre de Napoleón. La mitología más o menos cultural establece que en ese mismo instante, el músico se erigió él mismo en héroe y protagonista de su propia obra. El héroe era él. Y la misma vida que en él habita. Jamás una sinfonía, la propia música, volvería a ser igual. Quedaba, y así hasta el final de nuestros días, completado el arquetipo del artista como un sujeto rebelde, inalienable y protagonista de su destino. Fuera cadenas. Viva la música.

No sé si tanta mitología cuadra con el ambiente que, día a día, se vive en el Auditorio Nacional de un país como éste. Por azares del destino, el compositor de Bonn ya no es esa fiera individualista capaz de escupir sobre el hombre más poderoso no ya del universo, sino de todos los universos posibles. Su imagen de escayola sombreada con betún de judea es probablemente el número 1 de los adornos kitsch (a la altura, en su día, de las muñecas flamencas que tan bien lucían encima del televisor ancho) y, por alguna razón, su nombre se ha convertido en el santo y seña de todas las programaciones conservadoras de todos los auditorios igual de conservadores del ancho mundo napoleónico. Su nombre huele a polvo; a betún de judea.

Por ello, el esfuerzo de López Cobos se antoja tan necesario. Tan refrescante incluso. Beethoven, de alguna manera, volvió a ser él. O en parte. De repente, y aunque sólo sea por imperativos del marketing, el ambiente que se respiraba ayer en la madrileña sala de Príncipe de Vergara nada o poco tenía que ver con el apolillado concierto de toses habitual entre movimientos. Por detrás de la orquesta, donde se sientan las entradas más baratas y lúcidas, se adivinaban rostros de entusiasmo. Alguno hubo que, con pantalones vaqueros y con la camiseta estampada con el rinoceronte de Ecko, estiró el cuello con los acordes imperiosos con los que arranca la Heroica. Y alguno hubo que no pudo reprimirse las ganas de aplaudir cuando el propio compositor así lo previó al final del entusiasmado movimiento. Entusiasmados todos. De repente, Beethoven perdió el olor de betún de judea.

Pues eso pasó ayer en el Auditorio: un renovado entusiasmo. Por la mañana, con la Primera y Segunda sinfonía, la excitación más parecía de un concierto de rock. Alguna señora ya mayor, de abono dominical y con la permanente recién planchá se diría dispuesta a estrenarse como groupie. Qué nervios. Con la Tercera, la Heroica, el frenesí. Con la quinta, el asombro. Las mismas notas, idéntico escalofrío. Con la Sexta (a un lado la profunda siesta de un par de niños; que ya se nos habían hecho las cinco), los cucos y las codornices volaron por las pastorales notas. Tan cursi, tan así. Y así, según avanzaba el día, las caras de arrebato eran poco a poco sustituidas por el gesto severo del que entiende, del que aguanta lo que le echen.

Allí una ligera cabezada, acullá una retirada estratégica al baño. Cuando el día se completaba, la Novena era ya el anuncio del apoteosis. Se acabaron las contemplaciones. Era el momento de levantarse, de entusiasmarse. La pasión, que no las ampollas, en pie. La locura. Somos así: o todo o nada. O no hacemos caso al Auditorio en todo el año y sólo nos acordamos de Beethoven para regalar su busto sombreado o el éxtasis. Y tocó éxtasis.

López Cobos parecía cansado, pero feliz. En un momento, justo antes del arranque de la Tercera, alguien grito: "Aprende, Mortier". Se refería a la vieja polémica que les enfrentó por quítame unas pajas en el Real. Él no se inmutó. Viejas heridas. Tocaba otra cosa. Tocaba recibir a la Joven Orquesta Nacional de España (encargados de interpretar la Primera, Segunda, Séptima y Octava) en pie. Y aquí conviene pararse. El brío, las ganas y el convencimiento con el que estos músicos a los que tan mal les sientan las corbatas atacaron lo que Wagner llamó Apoteosis de la danza (la Séptima) y merecieron no sólo el aplauso sino el justo reconocimiento. Más que ovación, aquello fue frenesí. "Estos jóvenes han sido niños, queremos música en los colegios", proclamó el último de los rescoldos de pasión. Vuelta al clamor. Somos así.

Beethoven había vencido y, por fin, con la cara limpia, sin asomo del betún de judea. Vivo. Cuando sonó la nota, el gesto, de ese cierre monumental que rompe el mundo por la mitad de la Novena, aquello no tenía solución. El universo entero cabía en cada gesto de placer de cada uno de los allí presentes. No es exageración, es España. Una jornada histórica por varios motivos y no todos musicales. Y claro, no queda otra que dar las gracias por este ejercicio entusiasmado de entusiasmo. Ojalá no sea excepción sino regla. Y no nos referimos tanto a Beethoven como al gesto imperioso de tachar el nombre de Napoleón.

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