La religión y el consumismo

«Siete, nueve, diez soldados», dice el pequeño peregrino, contando con los dedos de las manos. Sus padres, también rubísimos, quieren entrar en la tienda que se encuentra en la quinta estación de la Vía Dolorosa. Allí se exhiben iconos de Jesús, efigies de una Virgen de rasgos orientales, lámparas votivas u otras piezas de la imaginería greco-ortodoxa.
En la ascética Inglaterra no se ofrecen estas maravillas, ni se respira la devoción que emana de Jerusalén durante la Semana Santa. Por ello se animaron a venir, pese a que indudablemente, su agente de viajes les recomendó otros destinos más seguros.
Asumido el riesgo, los británicos quieren sacarle el máximo provecho a su aventura en Tierra Santa. Pero el chaval se les rebela. El no quiere entrar al bazar donde sonríe un mercader barrigudo. Prefiere seguir contando a los soldados, que además le hacen señas amistosas.
«Sólo un momento», suplica. «Es demasiado peligroso», responde su madre, mirando de reojo a los agentes que se han vuelto a poner rígidos.


Las murallas de la ciudad vieja de Jerusalén amanecen erizadas de soldados. Desde la altura vigilan el ir y venir de los miles de peregrinos que han venido con motivo de la Semana Santa.
Los agentes no saben muy bien cómo obrar. Por un lado deben vigilar atentamente a los turistas; evitar que se pierdan por el laberinto de callejas, donde puede acecharles cualquier peligro. Por otra parte se les ha dicho que mantengan las distancias para no dar la sensación de que Jerusalén es una fortaleza sitiada por el terror islámico.

«En realidad los datos del Servicio de Inteligencia apuntan a que el objetivo de los terroristas será, nuevamente, Tel Aviv», me explica Roni Albo, un sargento de la Policía Militar que habla español.
«Los radicales nunca han tocado a un extranjero, y menos en Jerusalén. Pero nosotros siempre estamos listos para lo peor». ¿Cómo se reconcilia la alerta que se les exige con el aire desaprensivo que tienen que fingir?. La táctica de Roni es actuar como el acomodador de un cine. Por ejemplo, unas monjas se han quedado rezagadas del grupo, porque insisten en regatear el precio de un belén de madera de olivos. Lo primero que hacen al salir de la tienda es encaminarse hacia la Puerta de San Esteban, que conduce al jardín del Guetsemaní.

En el extramuro tampoco medran los radicales, pero los taxistas conducen a toda velocidad y los pilletes se aprovechan de las turistas ancianas, devolviéndolas al redil a cambio de propinas exorbitantes.

Antes de que esto ocurra, Roni Albo se acerca a las angustiadas peregrinas, fingiendo que él también marchaba en esa dirección. «¿Puedo servirles de ayuda, señoras?», pregunta distraídamente. A las mujeres se les ilumina el rostro como si contemplaran un milagro de los evangelios. Resulta que se alojan en el Hospicio Austriaco, donde la Vía Dolorosa se cruza con la calle de Al Wad, a la altura de la tercera estación. «Hemos sido imprudentes», reconoce una de las monjas. «Al menos acepte que le invitemos a almorzar. A usted y a sus compañeros», dice la otra religiosa, secándose las lágrimas con el pañuelo de papel que le ofrece el sargento.

A las 13.30 horas, los hombres bajo el mando de Roni se dividen en dos piquetes. La mitad se dirige a comer el rancho en un torreón, sobre la Puerta de Damasco. El resto montará guardia en la explanada del Santo Sepulcro, donde se apiña una indescifrable mezcla de razas, idiomas y de cámaras de vídeo.
La tensión que provocó el atentado del viernes en Tel Aviv quizá afecte al turismo laico que frecuenta los grandes hoteles. Pero los albergues religiosos de la ciudad vieja y los modestos establecimientos del extramuro están a tope.

Junto al santuario más venerado del cristianismo, la gente protesta por la aglomeración y en segundo lugar por el mal tiempo. Nadie habla de terrorismo. En cuanto se enteran de que el sargento y yo hablamos español, un grupo de mexicanos nos convierte en su Muro de las Lamentaciones. «En vez de construir hoteles estilo Acapulco debían ampliar las casas de peregrinos, que por algo Jerusalén es una Ciudad Santa». «Y poner sillas para que la gente que debe hacer cola aquí no críe varices». «Y rezar para que ahorita salga el sol, que nos estamos destiñendo de tanta lluvia».
Roni y yo nos sonreímos con la simpática letanía de estos peregrinos. Encapsulados en su ingenua devoción, nada saben o poco les importa lo que ocurre al otro lado de las murallas.

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