Anna Kournikova y su libertinaje sexual

Basta echar un ojo a derecha y otro ojo a izquierda para ver que el horizonte anda reventón de rubias dispuestas a hacer su agosto, laboral o sentimental, también en invierno. La morena, o las morenas, empieza a ser una rara especie, casi en extinción, que sólo encuentra tajo resucitando a Carmen, como Paz Vega, o cantando soleás, como Estrella Morente. Las demás acaban tiñéndose a lo Marilyn, o se marchan debidamente frustradas a su pueblo, de donde quizá jamás debieran haber salido. Estamos, ya, ante la rubia que no cesa, una rubia que unas veces se llama Marisol Yagüe, otras veces Marta Sánchez y otras veces, no sé si con menos suerte, Belén Esteban.

En la cima o colmo de esta rebelión o moda, tenemos a una archirrubia de póster que ha resultado ser un tío, David Beckham. No hace falta avalarse de encuestas para constatar esta mayoría casi absoluta de la rubia, que va de la política al tenis, aquí y fuera de aquí, donde unas se tiran un aire a Ana Mato y otras a Maria Sharapova, que es el último bollicao de las raquetas.Hay algunas rubias naturales, pero casi todas gastan las magias mundanas del tinte, y ahí están todas, poniéndose más rubias aún conforme pillan un cargo o ganan un torneo. Aquí no triunfa nadie si no pasa primero por la peluquería. Aquí el triunfo se mide en las veces que vas a la peluquería. Algunas van pasadas de mechas, eso es verdad, y dicen cosas para la posteridad como «soy un ferrari», que es lo que acaba de decir Ana Obregón, pero de eso no hay que echarle la culpa a los de L'Oreal.


Por supuesto, el modelo no es meramente estético, sino social e incluso existencial, porque por encima o por debajo de este caprichoso desmelene de mechas se buscan los prestigios sedentes, europeizantes y matinales de la rubia de espíritu, que incluyen la gracia nada hostil de la chica bien leída y mejor nutrida y el morbo de parecerse a la vecina de escaño o equipo, que es una manera de no tener morbo. Las mechas les doran también el alma, naturalmente. Te aclaras las mechas y parece que has terminado otro máster. Del éxito se pueden dudar muchas cosas, salvo que es rubio. Las pocas morenas van quedando para ministras de Asuntos Exteriores o nínfulas del Telecupón. Maruja Torres, a propósito de todo el Marbellashow, ya apuntó que prospera una municipalidad rubia, y no olvidó insinuar, de modo nada alegre, que bajo toda esta floración de suecas falsas que no conocen a Marx, pero bailan sevillanas, está una morena racial y radical y españolísima, Isabel Pantoja, que mueve la cintura y pone boca arriba o boca abajo un ayuntamiento o un estadio.

Pasa siempre. La morena no es el demonio, pero casi. Las rubias dan muy bien, según el cine y ya la vida, para novias de gánster o lagartonas de espionajes diversos, y la morena carga la fama a veces infamante de llevar siempre suelto el melenón salvaje del adulterio y la navaja viva de los celos ceñida al liguero que a menudo ni usan. La morena es siempre culpable y la rubia anda siempre bajo sospecha. Alfred Hitchcock, que era otra rubia, lo dijo de otro modo: «No soporto a las morenas, porque se les nota el sexo en la cara». A las rubias, en efecto, el sexo se les nota poco o nada en la cara, pero todas mueven por ahí el culo clónico, forzando influencias o alborotando alcaldías, y hasta tienen en el sexo o en el amor «noches de capitán», que escribiera Neruda pensando en una morena seguramente.

Las autoridades de Pattayya, acaso el mayor burdel internacional, han contratado a la clara y candeal Anna Kournikova bajo títulos de embajadora turística de la isla para así aliviar las famas de libertinaje sexual del sitio. Como si las doradas lolitas no follaran. La estrategia funcionará o no funcionará, que no funcionará, pero los tailandeses también piensan, con Hitchcock, que a Anna no se le nota el sexo en el rostro de lámina pura y que nunca está de más poner a un arcángel a las puertas del infierno. La rubia nunca es el fuego. Las morenas son Belcebú con bragas. O sin ellas.

Aquí, las teles usan a las morenas, o a las mulatas, en bikini, para spots de ron, desodorantes y otras golferías, y se reservan a las muchachas pulcras como delfines, de Elsa Pataki o Valeria Mazza hacia arriba o hacia abajo, para anunciar tampax o promocionar yogures, que son la droga de los que no se drogan. La mujer vende lo que le echen, siempre que enseñe un muslo, pero la morena es siempre más pecado, aunque no lo enseñe. Fuera de la publicidad, que también celebra una rubia apoteosis, la tele sostiene un ameno catálogo de rubias que van de Paula Vázquez a Anne Igartiburu, que es la vikinga de plató con la que casi a diario nos echamos la siesta sin echar nunca la siesta.

Hubo un tiempo en que todas las europeas, de los Pirineos para arriba, nos parecían suecas. Ahora, todas las españolas, de los Pirineos para abajo, son rubias o quieren serlo. Nuestro Príncipe las elige esbeltas, marceñas y sobredoradas, de Eva Sannum a Isabel Sartorius, y esos dos chavalones que tenemos por ahí, haciendo patria, o sea, Julio Iglesias y Antonio Banderas, se han apareado con dos bigardas de oro, Miranda y Melanie, que son todo lo contrario a una reina de las fiestas de Puertollano, un suponer.

Cayetano Martínez de Irujo pasea a la mexicana Genoveva Casanova, que es un ángel de Chanel, y Hillary Clinton nos trae sus memorias de rubio chisme aburridísimo, tan bullentes de tontadas y mal cortadas de sintaxis, que quizá las ha escrito ella misma. Suponíamos ya anticuado aquel tópico de «los caballeros las prefieren rubias», pero no sólo los pichabravas profesionales y otros sexadores de Barbies siguen fieles al lema, sino las mujeres mismas, que se están haciendo una personalidad a base de ir a Llongueras, bajo una «rubia ambición», que era el grito de guerra de Madonna cuando era Madonna, o sea, una fálica.

Como no espabilen rápido, las morenas se van a ir quedando para musas de las lunas del flamenco o para amantes de torero. Hasta Tom Wolfe lo vio, premonitoriamente: «Si he de vivir otra vez, que sea de rubia». Pues eso.

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